Desde que se apuntó la presente crisis económica internacional, el Partido Nacional Republicano ha partido de la raíz del sistema capitalista, de la tara congénita que acompaña desde su nacimiento: la crisis de sobreproducción, específica de ese sistema.
Hay una desproporción estructural entre las colosales capacidades productivas asentadas en la técnica moderna, y las capacidades adquisitivas de la mayoría de la población, determinadas por la distribución clasista de los ingresos. Sólo en un segundo paso, el PNR ha constatado que esa crisis se había trasladado al sistema financiero, que sustentó eufóricamente la marcha de la “economía productiva” durante el último periodo. Y no sólo lo hizo con crédito a los capitalistas en el momento de la producción, sino además mediante la expansión del crédito al consumo a los trabajadores, que no ha dejado de crecer en Occidente en los últimos 30 años. En un tercer paso, se hace evidente que los esfuerzos por salvar con dinero público al capital bancario y los grandes emporios de la "economía productiva, sumado a la necesidad de un incremento de los gastos de protección social forzado por la bancarrota económica, amenazan con llevar la crisis a un plano superior, que es el de la quiebra financiera de numerosos Estados, entre ellos el expañol.
Todos los discursos sobre la crisis “financiera” o “monetaria” evacuados por los economistas académicos, o por un gremio peor, que es el de los periodistas que opinan sobre economía, son simples pantallas para ocultar una crisis global. Lo mismo ocurre con las explicaciones pueriles que culpan al “intervencionismo” estatal o a la “usura” de los banqueros de la ruina de la pobre “economía productiva”. Estamos hablando de una crisis sistémica y de un proceso ciego, ineluctable a partir de las premisas de partida.
En el presente modo de vida la “economía productiva” –sea la que fabrica instrumentos de producción o medios consumo, como los artefactos domésticos, los automóviles o las viviendas– no tiene por objeto “proporcionar bienes” o “crear empleos”. Su único objeto es la maximización del beneficio de los capitalistas. Y esta maximización implica, forzosamente, comprimir los ingresos de quienes participan en ese proceso en calidad de asalariados o autónomos. Como existen montañas de estudios sobre los medios clásicos de que se ha servido para ello el capital, el PNR ha concentrado su atención sobre los expedientes más recientes: la introducción de la micro-electrónica en la gestión de las grandes unidades productivas, la des-regulación de las relaciones laborales y la extensión de la precariedad, la presión de las avalanchas migratorias, la amenaza de la deslocalización de empresas, etc. Como resultado, son también numerosos y apabullantes los informes que muestran el descenso de la participación de los ingresos del trabajo en la renta nacional en casi todos los países industrializados. Tarde o temprano apunta la tendencia a la sobreproducción inducida por el subconsumo de la mayoría de la población, dependiente de rentas salariales o de remuneraciones de autónomos. Precisamente para conjurar ese riesgo, se ha puesto en práctica desde hace décadas un nuevo expediente: la expansión del crédito al consumo.
Primero en USA y luego en el resto de países desarrollados, los mercados de consumo se han convertido crecientemente en mercados “apalancados”. Esto significa que las posibilidades de consumo dependen cada vez menos del ingreso por salarios y por retribuciones de los autónomos –e incluso por beneficios de amplias franjas de pequeños establecimientos–, y cada vez más del crédito al consumo (tarjetas de crédito, préstamos personales, líneas de financiación de la adquisición de automóviles, hipotecas, etc.). Por eso el nivel del endeudamiento de las familias no ha dejado de crecer. En estos momentos, en USA oscila en torno a un 200% de su ingreso disponible. En España, hace 10 años era del 30%. En el momento actual es posible que supere el 80%.
A la larga, aunque sea muy a la larga, el endeudamiento pasa a roer cada vez más los ingresos salariales y las remuneraciones de los autónomos. Estos ingresos retribuyen cada vez más al capital bancario, y no al trabajo efectuado. Y ha sido suficiente, como ha pasado en España, que los tipos de interés bancario o la inflación subiesen unos puntos, para que fracasase lo que el crédito al consumo había tratado de evitar y estallase con virulencia la crisis de sobreproducción. Y, como decía Murphy, todo lo que va mal empeorará. En USA, cuando esa crisis se ha hecho previsible, los magnates de los bancos y fondos hipotecarios, de inversión, etc. han agravado la situación con diversas maquinaciones, extendiendo a medio mundo sus paquetes de hipotecas envenenadas por la insolvencia. Pero, en su conjunto, la “crisis bancaria” disimula una crisis de sobreproducción, que el crédito al consumo ha tratado infructuosamente de superar.
En España se percibe claramente que es la crisis de sobreproducción del “modelo productivo” propulsado por Aznar y mantenido por Zapatero –el ladrillo– la que aparece como primer peldaño del resto del desplome económico. En un momento determinado, los empresarios del ladrillo han dejado de vender pisos, quienes los habían adquirido han dejado de pagar las hipotecas y la crisis se ha trasladado a los bancos y cajas, que se habían endeudado hasta las pestañas con el capital mayorista europeo para financiar todo ese movimiento. Con lo que llegamos a la presente situación: Zapatero inyecta enormes sumas de dinero público en los bancos y cajas semiquebrados, pero ese dinero no fluye. Lo necesitan los bancos y cajas para afrontar el pago de su deuda exterior y además desconfían de la solvencia de empresas y familias también hundidas en el endeudamiento. El cierre del grifo de los créditos extiende la crisis al comercio, luego al automóvil –cuyo mercado ya estaba muy saturado–... Las empresas, para sacar stoks, bajan los precios. Pero aunque vendan algo, no reponen los costes asumidos en la fase anterior. Se hunden sus beneficios. Aumentan los cierres y despidos. Se abisma más todavía el consumo. Es la espiral terrible de la deflación.
Antaño los voceros del sistema suministraban consuelo a los trabajadores señalándoles que aún en condiciones de crisis, los activos de las familias podían superar a los pasivos o deudas. Con la actual crisis, esa mentira piadosa no puede colar. Las familias deberán vender sus artilugios domésticos y perder sus ahorros bancarios o financieros, y en primer lugar sus viviendas, para poder pagar las deudas contraídas para comprarlos. Pero mientras la liquidación de un capital insolvente abona la creación de otro capital –los capitales siempre se concentran y centralizan con ocasión de las crisis–, la liquidación de una familia no crea otra familia. Vamos a una crisis histórica, sin precedentes, de proporciones demoledoras.
Por consiguiente, menos loas a la “economía productiva” capitalista. Hasta el más lerdo puede ver que esa economía, 1) tiene que impulsar el consumo para tirar adelante la producción –y con ella el beneficio de una minoría–; 2) para ello, ha debido recurrir al crédito al consumo, pues los salarios y retribuciones similares no eran suficientes, y 3) todo termina con la captura de los salarios por el capital financiero. ¿Qué más hace falta para percibir la irracionalidad total de un sistema que, en su conjunto, sólo sobrevive gracias al expolio, el parasitismo y la destrucción?
Aparentemente, esta evolución podrá en su momento facilitar las tareas iniciales de quienes estamos empeñados en una transformación socialista. Gran parte del flujo de fondos de consumo y de capital se encuentra aprisionado por una pequeña red de instituciones financieras, manejadas por un puñado reducidísimo de capitales y capitalistas. Sus siglas en España caben en media línea. Pero nos equivocaríamos gravemente si creyésemos que con la nacionalización de la banca está todo arreglado y queda en pie el resto del sistema con todas sus contradicciones irresoluble, las que precisamente han conducido a la hegemonía del gran capital bancario. La implantación de la propiedad común de los medios de producción y cambio debe alcanzar a todo cuanto el actual sistema ha “socializado” técnicamente, en forma de grandes concentraciones de capital, ya sean en la industria, en el comercio o en el resto de servicios. No debe ir ni un paso más, si no quiere incurrir en desvaríos sectarios. Pero tampoco un paso menos.